lunes, 31 de agosto de 2009

¿Cómo puedo establecer la velocidad lectora en mis alumnos?

Hay varias formas para cuantificar la velocidad lectora de los alumnos: Una forma muy práctica es a través del uso de la guía visual (un lápiz, lapicero, palito chino) que permite establecer, "al ojo", cuáles son los alumnos con menor, regular o mayor velocidad lectora. Es difícil que dos o más alumnos lean exactamente a un mismo ritmo, sin embargo, se puede "notar" cuándo un alumno lee con poca velocidad. Lo bueno es a través de la práctica misma que el alumno puede aumentar notablemente su velocidad lectora, sin mermar el grado de su comprensión, por el contrario, este uso de la guía visual le permite mantener el grado de atención y concentración que, por lo general, empiezan en un buen nivel, y a media página, en el mejor de los casos, desaparecen y el lector empieza a vagar mentalmente, ajeno al texto hasta que se da cuenta de ello y debe volver a leer o, simplemente, dejar de hacerlo.Aquí les dejo unas cuantas fotografías que dan origen a esta entrada.











El uso de la guía visual es de gran ayuda para desarrollar la velocidad lectora y acceder a la comprensión del texto en la medida de que el alumno sepa utlizar otras estrategias de carácter metacognitivos (más información). Por otro lado y volviendo al uso de la guía visual hay decir que es una gran herramienta (¡Qué sería del ser humano sin herramientas!) para iniciar el camino de la lectura, pero que "no siempre se va a depender de esta", va a llegar el momento en que el lector podrá prescindirla o sencillamente decidirá continuar usándola. Ello dependerá de cómo pueda alcanzar eficazmanete la comprensión.



Gracias por leer

Manuel Urbina

Cómo fueron engañados los malos hijos (ANÓNIMO)

Un hombre muy rico, creyendo que estaba a punto de morir, llamó a sus hijos y dividió entre ellos sus propiedades. Sin embargo, no murió, y al levantarse de la cama se encontró con que sus hijos ya no lo querían, ni tenían con él las delicadezas de antes, cuando todos esperaban conseguir mayor parte de su fortuna.
Todos lo trataban mal, y no se recataban para decir que deseaban que muriese lo más pronto posible, ya que su vida sólo originaba gastos y molestias.
El pobre hombre no cesaba de llorar, y un día se encontró con un viejo amigo, a quien contó lo que le ocurría. El amigo, conmovido por lo que acababa de oír, prometió hallar una solución a aquel estado de cosas.
En efecto, la encontró y a los pocos días llegó con gran pompa a la casa de su amigo, seguido de diez criados que eran portadores de unos pesados sacos llenos de piedras.
Cuando estuvieron solos, el amigo dijo:
-Te he traído estas piedras para engañar a tus hijos. Cuando me marche vendrán a ver lo que te he traído. Diles que he venido a pagarte una deuda muy antigua, y que eres más rico que antes. Ya verás cómo todos se desviven por ti. Volveré dentro de algún tiempo para ver cómo van las cosas.
Cuando, transcurridos unos meses, volvió el amigo, encontró al viejo rodeado de sus hijos, que todos a una se desvivían por él. Y así siguieron haciéndolo hasta que murió, descubriendo entonces el engaño, que tenían bien merecido.

FIN

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/otras/anon/india/como.htm

ACTIVIDADES:
En este cuento, la idea principal gira sobre:

a) La ambición

b) La ingratitud

c) El interés

d) La burla

Escoge la alternativa que tú creas que es la adecuada y explícanos tus razones brevemente.

PAÍSES QUE PROMOCIONAN LA LECTURA






sábado, 29 de agosto de 2009

LA VELOCIDAD LECTORA ES LA BASE PARA LA COMPRENSIÓN DE TEXTOS

Muchos "especialistas" en el tema de la Comprensión Lectora, manifiestan que la velocidad no es importante para realizar los procesos mentales que llevan a la comprensión del texto. Estoy seguro de que ellos solo han leído las partes que pueden comprender en los textos científicos, pues la velocidad y fluidez lectora son temas que no tiene discusión y aparecen en los libros elementales sobre esta materia, pero aducen mil y una razones para convencer sobre algo que ellos jamás han investigado desde la misma práctica, es decir, en la enseñanza de la lectura comprensiva en las aulas, con los alumnos y monitoreando el proceso. Por si alguien cree que estoy loco o lleno de soberbia, aquí les dejo algunas fichas de mi colección.
Manuel Urbina


(...) La velocidad lectora es un indicador del rendimiento escolar muy habitual en el centro educativo. La velocidad con que se lee condiciona la duración de determinadas actividades de aprendizaje. Una baja velocidad lectora dificulta notoriamente el poder seguir una lectura oral colectiva en la clase, retarda la realización de ejercicios y actividades escritas y dificulta, también, otras actividades didácticas. VALLÉS ARANDIGA, Antonio. Velocidad Lectora-1, Editorial Promolibro, Valencia 1999

Cuando un niño es incapaz de leer un pasaje adaptado a su edad con una descodificación precisa, sin esfuerzo, y una palabra tras otra con una expresividad adecuada, uno entiende por qué la fluidez lectora es esquiva y fascinante. Kameenui y Simmons (2001) esbozan una metáfora elocuente afirmando que para muchos maestros , investigadores y niños, la fluidez es el nudo gordiano de la habilidad lectora; su simplicidad y elegancia revelan su complejidad. GONZÁLEZ TRUJILLO, M. Carmen. Comprensión lectora en niños: morfosintaxis y prosodia en acción. Tesis doctoral Universidad de Granada, pág. 72, 2005.



"Un niño que lee con lentitud, se atraca al tratar de reconocer palabras que no conoce; tiene que hacer un esfuerzo adicional por reconocerlas, con lo que se desconcentra y olvida lo que había acumulado en su memoria con su lectura previa. La falta de lectura fluida atenta contra la comprensión de lectura y alude a problemas de vocabulario, percepción fonémica, fonética, o falta de aprestamiento temprano para estimular la capacidad lectora. Por ello, Crouch considera que medir la velocidad de lectura correcta puede ser un buen predictor del desempeño general del alumnado en los otros temas del grado que cursa".
León Trahtemberg

17 de Marzo de 2006 Leer artículo completo en: http://74.125.95.132/search?q=cache:meNbDVbaKAAJ:www.correoperu.com.pe/lima_columnistas.php%3Fid%3D23105%26p%3D6%26ed%3D14+velocidad+lectora+fluidez+leon+trahtemberg&cd=1&hl=es&ct=clnk&gl=es&lr=lang_es|lang_en


a medida que consiguen reconocer palabras con mayor rapidez, por el solo efecto de la rapidez ya se produce un incremento en la comprensión lectora. Esto se debe a que cuanto más rápida y automáticamente se reconocen las palabras, más espacio queda disponible en la memoria a corto plazo para la ejecución de los procesos superiores..." CUETOS VEGA, Fernando. Psicología de la lectura, Editorial Escuela Española, Madrid 1999, pág. 98


El lector rápido y preciso posee un instrumento inapreciable para penetrar en el amplio mundo del conocimiento que yace tras la cubierta de los libros. El lector deficiente lee de manera tan lenta, que no puede procesar directamente el significado. Debe, en consecuencia, depender en gran medida de lo que aprende por medio del escuchar; motivo por el cual tiende a fracasar en las materias que requieren de la lectura. Este fracaso es mayor a medida que el alumno pasa de curso y que , por ende, aumenta la necesidad de la lectura en el proceso de adquisición de conocimientos". CONDEMARÍN, Mabel; ALLENDE, Felipe. La lectura: teoría, evaluación y desarrollo, pág. 7, Editorial Andres Bello, 1993, chile.


"En el proceso lector, juegan un papel importantísimo la velocidad y la comprensión lectora. La velocidad depende de unos hábitos que potencian aspectos fisíológicos que actúan, mientras que la comprensión implica: capacidad mental suficiente, sincresis (análisis-síntesis), disposición activa para captar significados o ideas y una riqueza de vocabulario que permita una cierta independencia con respecto al diccionario. La rapidez o velocidad de la lectura se mide en función del numero de palabras que un sujeto es capaz de leer durante un minuto". J. CUEVAS, L. GORDILLO, M. MARTÍ. Didáctica de la lectura, métodos y diagnóstico, Editorial Humanitas, Barcelona 1985, pág. 135

LA VENTANA ABIERTA (Saki)


Síntesis:Un tipo que buscaba un lugar de descanso, llega a una casa en pleno bosque y es testigo de la aparición de unos fantasmas...
¡Qué esperas, a leerrrrrrrrrrrrrrr!
PD: el autor de este cuento también escribió SREDNI VASHTAR que tú ya conoces.


LA VENTANA ABIERTA

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.

-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.

Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.

Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.

-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.

-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.

-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.

-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.

-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.

-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?

-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.

A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.

-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...

La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.

-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.

-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.

-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?

Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.

-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.

-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.

-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?

Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.

En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"

Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.

-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?

-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.

-Supongo que ha sido a causa del perro -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.

La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

FIN


Actividades: Responde las preguntas en tu cuaderno de C.L

1. ¿Cuál era la razón principal por la cual señor Nuttel había decidido hospedarse en aquella casa de campo?

2. ¿Por qué aquella enorme ventana siempre se encontraba abierta hasta tarde?

3. ¿Qué era lo que más le preocupaba a la señora Sappleton?

4. Según la sobrina ¿de qué manera habían perecido (muerto) la familia de la señora Sappleton?

5. Desde tu punto de vista como lector, ¿cuál es la parte del cuento que no tendría sentido o no sería creíble? Explícalo brevemente.

6. Escribe en cuatro líneas como mínimo lo que sentíste (tus emociones) al leer este cuento?

OPCIONAL

¿Quieres ver el cortometraje inspirado en este cuento? A pesar de que está en inglés podrás disfrutarlo porque tú ya conoces los diálogos. Haz click aquí

viernes, 28 de agosto de 2009

Los alumnos se organizan para representar "La gallina degollada" de Horacio Quiroga



Buscamos que los alumnos desarrollen su competencia lectora, es decir, que lleguen a tener la capacidad para poder leer comprensivamente cualquier tipo de texto y con la misma naturalidad con la aceptan ir al cine, conversar con un amigo, o ir a una fiesta.
Para ello es necesario tener un programa de enseñanza que permita al alumno empezar desde los niveles más básicos que involucra la decodificación y desarrollo de la velocidad y fluidez lectoras hasta llegar a la enseñanza de estrategias cognitivas y metacognitivas.
La tarea no es fácil, pero tampoco es imposible si es que se cuentan con los medios esenciales para llevar a cabo este plan. En el Colegio Inca Garcilaso de la Vega contamos con el apoyo total por parte de los directivos lo cual nos permite realizar actividades de animación lectora, seleccionar los libros adecuados, realizar lecturas fuera del aula, dramatizar, préstamos de textos, bibliotecas, etc.
Queremos que los alumnos amen la lectura y asuman una actitud diferente hacia ella. Deseamos alumnos lectores y ello implica ser reflexivos, analíticos, críticos y con personalidad propia.
Las fotos que estamos publicando corresponden a la representación del cuento "La gallina degollada", en donde se puede ver cómo los chicos se organizan, planifican y llevan a cabo la obra. Es cierto que se dan muchas limitaciones, pero lo más importante es ver cómo a través de sus propios libretos muestran los diferentes niveles de comprensión: literal, inferencial, valorativo, crítico.

Si más escolares comprenden lo que leen el PBI crecería 1%

Por: Iana Málaga Newton

Aunque el Estado Peruano invierte menos del 3% de su PBI en educación, mejorar el nivel educativo de la población asegura un impacto a largo plazo en el crecimiento económico. Gustavo Yamada, profesor de la Universidad del Pacífico, explica que —según un estudio del Banco Mundial— si el Perú lograra incrementar en 47 puntos el resultado obtenido en la prueba PISA del año 2000, su PBI crecería 1% de forma sostenida.

Como se recuerda, hace nueve años el Perú fue estudiado por el Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA), que midió las destrezas verbales y matemáticas de alumnos de 15 años en distintos colegios públicos y privados. Este año el Perú volvió a participar en esta evaluación, por lo que el miércoles pasado 7.000 alumnos de 250 colegios rindieron la prueba. Claro que ahora se espera obtener mejores resultados que el 2000, año en que el Perú quedó en el último puesto de 41 países evaluados.

Hugo Díaz, vicepresidente del Consejo Nacional de Educación (CNE), precisa que ese año obtuvimos 327 puntos en la prueba PISA (de un puntaje máximo de 625), lo que significó que dos tercios de los alumnos evaluados no estaban en capacidad de leer y comprender los textos más elementales.

Sin embargo, si el Perú logra ahora conseguir 47 puntos adicionales al resultado de PISA del año 2000, Díaz afirma que esto generaría que dos tercios de los alumnos evaluados sí puedan comprender lo que leen.

Esta mejora —agrega Yamada— permitiría que los ingresos económicos de toda la población se incrementen en 30% en un lapso de 20 años, lo que supondría 1% en el PBI. “También crecería la productividad de los operarios en las empresas de todos los sectores y el personal de mayores rangos tendría una mayor capacidad para desarrollar investigaciones y producir innovaciones tecnológicas”, asevera.

Eso sucedió en países como Corea, Taiwán, Finlandia y la India. “A mediados de los años 60, estos países tenían los mismos niveles de educación que el Perú, hasta que decidieron mejorar la calidad de sus escuelas y universidades”, puntualiza Díaz.

Evidentemente, los expertos señalan que mejorar la calidad de la educación no produce retornos en el corto plazo, por lo que se deberían diseñar políticas más adecuadas para medir los impactos que este cambio genera sobre el capital humano.


Texto completo en: http://www.elcomercio.com.pe/noticia/331476/si-mas-escolares-comprenden-lo-que-leen-pbi-creceria_1

jueves, 27 de agosto de 2009

EL POLLITO QUE SE HIZO REY (cuento anónimo, de África)


Érase un pollito muy chiquitito a quien no gustaba ni pizca la miel.

Vino al mundo siendo ya huérfano, y dijo:

-¡Mi padre ha muerto de hambre, y el rey le debía un grano de maíz!

Descolgó el zurrón de su difunto padre y, anda que te anda, partió a cobrar aquella deuda.

Apenas había andado media docena de pasos, cuando encontró en el camino un palo que le hizo tropezar y caer.

El Pollito se levantó y dijo:

-¡Ah! Palo, ¿aquí estás tú? No te había visto.

-¿Adónde vas? -le preguntó el Palo.

-Voy -contestó- a cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Vamos juntos -dijo el Palo.

El Pollito cogió al Palo y se lo metió en el zurrón.

Anda que te anda, se encontró con un gato que, al verlo, exclamó:

-¡Ah, qué bocado más tierno!

-No -replicó el Pollito- yo no valgo la pena.

-¿Y adónde vas? -preguntó el Gato.

-Voy a cobrar un crédito de mi padre.

-Pues vamos allá juntos -dijo el Gato-, tal vez encuentre allí algo bueno que comer.

El Pollito cogió al Gato y lo metió en el zurrón.

Y encontró a una hiena que le preguntó:

-¿Adónde vas con el zurrón?

-Voy a cobrar un crédito de mi padre -explicó el Pollito.

-Vamos allá juntos -dijo la Hiena.

El Pollito cogió a la Hiena y la metió en el zurrón.

Anda que te anda encontró a un león.

-¿Adónde vas?

-A cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Vamos allá juntos -dijo el León.

El pollito cogió al melenudo animal y lo metió en el zurrón.

Encontró a un Elefante que estaba hartándose de plátanos.

El Elefante le preguntó cordialmente:

-¿Adónde vas, Pollito?

-A cobrar un crédito de mi difunto padre.

-Pues, entonces, vamos juntos -dijo el paquidermo.

El Pollito cogió al elefante y lo metió en el zurrón.

Anda que te anda, encontró a un guerrero, que le preguntó:

-¿Adónde vas con ese zurrón tan repleto?

-Voy a cobrar una deuda.

-¿A casa de quién? -preguntó el Guerrero.

-Al palacio del rey -contestó el Pollito.

-Vamos juntos allá -dijo el Guerrero.

El Pollito lo cogió y lo metió en el zurrón.

Por fin llegó a la ciudad donde vivía el rey.

La gente corrió a anunciar al soberano que el Pollito había llegado y que pretendía cobrar el crédito de su difunto padre.

-Hagan hervir un caldero de agua y tírenselo hirviendo; así ese insolente polluelo morirá y no tendremos que pagar la deuda.

La hija del monarca se puso a gritar:

-Yo le tiraré el agua hirviendo.

Al verla venir, el Pollito le dijo al Palo:

-¡Palo, ahora es la tuya!

El Palo hizo tropezar y caer a la hija del rey. El agua hirviente se derramó y la hija del rey quedó escaldada.

La gente de la ciudad dijo entonces:

-Hay que encerrarlo en el gallinero con las gallinas, que lo matarán a picotazos.

Pero el Pollito sacó al Gato del zurrón y le dijo:

-¡Te devuelvo la libertad!

El Gato mató a todos las gallinas, cogió la más gorda y se escapó con su botín.

La gente dijo entonces:

-¡Que lo encierren en el corral con las cabras; allí lo pisotearán!

El Pollito dijo entonces:

-¡Hiena, ya eres libre!

La Hiena mató a todas las cabras, escogió la más gorda y se escapó.

La gente dijo entonces:

-¡Que lo encierren en el corral de los bueyes!

Y allí le metieron.

Pero el Pollito dijo:

-¡León, ahora es la tuya!

El León salió del zurrón, degolló a los bueyes, escogió el más gordo y lo devoró en un santiamén.

Todo el pueblo estaba furioso y decía:

-¡Este polluelo es un desvergonzado que no quiere morir! ¡Lo encerraremos con los camellos! Ellos lo pisotearán y matarán.

Lo encerraron. Pero el Pollito dijo:

-Buen amigo, compañero Elefante: sálvame la vida. Ahora es la tuya.

Y sacó al paquidermo del zurrón.

El Elefante miró a los camellos, los desafió y aplastó hasta el último.

La gente del pueblo fue a ver al rey y le dijo:

-Este insolente polluelo no morirá aquí; démosle lo que se debía a su padre y que se vaya. Lo atraparemos en el bosque, lo mataremos y recuperaremos su herencia.

El soberano ordenó abrir su real tesoro y se dio al Pollito el grano de maíz que se le debía.

Y el Pollito abandonó, con su tesoro, el pueblo.

Entonces, todo el mundo montó a caballo, hasta el mismo rey, y se lanzaron en pos del Pollito.

Pero el Pollito sacó al Guerrero del zurrón y le dijo:

-¡Guerrero, he aquí llegada tu hora! ¡Demuestra que eres hombre de armas tomar!

El Guerrero hizo trizas a todos.

Y el Pollito volvió entonces a la ciudad del rey; se hizo el amo y se proclamó el soberano de aquel pueblo al que, en buena lid, había vencido.

FIN

domingo, 23 de agosto de 2009

EL RUISEÑOR Y LA ROSA (OSCAR WILDE)



Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.

-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.

Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.

-Llora por una rosa roja.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!

Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.

Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el rosal meneó la cabeza.

-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.

Pero el arbusto meneó la cabeza.

-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.

El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.

-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.

El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!

Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.

Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz.

"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"

Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.

Al poco rato se quedo dormido.

Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.

Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.

Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.

Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.

Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora.

La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.

Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.

Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.

Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.

-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.

Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.

Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.

Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.

Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.

La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.

El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.

El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.

-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.

A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.

E inclinándose, la cogió.

Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.

La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.

Pero la joven frunció las cejas.

-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al arroyo.

Un pesado carro la aplastó.

-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.

Y levantándose de su silla, se metió en su casa.

"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer.

FIN

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viernes, 21 de agosto de 2009

CUENTOS A MEDIA LUZ: Animación Lectora

La Animación Lectora está constituida por un conjunto de actividades que tienen como principal objetivo el acercar el libro al alumno para que después el encuentro sea al revés, es decir, del alumno al libro. La Animación Lectora busca generar el mejor ambiente emocional, físico e intelectual para que los alumnos desarrollen una "actitud positiva" relacionada a la lectura.
Cuentos a media luz forma parte de esta estrategia en donde primero seleccionamos el texto adecuado, en este caso puede ser un cuento de suspenso, y al amparo de una luz tenue (una velita), el profesor va relatando la historia de tal manera que en ese contexto sombrío, misterioso y casi familiar se hace el tránsito a ese maravilloso mundo que nos transportamos cuando leemos y vamos haciendo que los chicos se enamoren de ese acto mágico y poderoso que es el leer. En este caso, como docente del curso cuento con el apoyo permanente de los directivos del Colegio Inca Garcilaso de la Vega para la ejecución de todas las actividades que están en el programa.


SUB SOLE (BALDOMERO LILLO)


Nota: Este hermoso y desagarrador cuento lo leí hace 20 años y pensé que nunca más lo iba a encontrar. Léanlo, no se arrepentiran, tengan un poquito de paciencia al comienzo. Manuel


Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.
Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.

Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.

Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.

La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.

La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.

Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.

Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.

La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia, y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.

El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.

La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.

Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en un canasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmiendo sosegadamente.

El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.

La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.

El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas, no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en su venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de la vida.

El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina.

Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada.

Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaron inútiles; estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, la pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.

Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada que buscada su alimento en las proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos, golondrinas del mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.

El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas.

El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.

En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.

La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de la dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:

-¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo…! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo…! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá…! ¡Un momento, un ratito no más…! ¡Te juro volver otra vez aquí…! ¡Te juro volver aquí…! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada…! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía!

Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito. La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo.

La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pareció estrecharse en torno de la muñeca.

La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Sólo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.

Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero ese recurso le estaba vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.

En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.

Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu azotada por una racha formidable se extinguió y mientras la energía y el vigor aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.

Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos cada vez más tardos y más débiles que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e infatigable.

Por último los lloros cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.

Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombros, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor.

FIN

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jueves, 20 de agosto de 2009

LECTORES EN ACCIÓN

Miren con mucha atención los rostros de estos lectores: atentos,concentrados, inmersos en el viaje de la lectura. Se rompe el tiempo real y nuestros jovencitos han encontrado una puerta que les permite llegar a esos maravillosos mundos que solo te puede ofrecer la la lectura.
¡Vive la maravillosa experiencia de la lectura!













Historia del joven celoso [Minicuento. Texto completo]

Historia del joven celoso
[Minicuento. Texto completo]
Henri Pierre Cami

Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:

-Tus ojos miran a todo el mundo.

Entonces, le arrancó los ojos.

Después le dijo:

-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.

Y le cortó las manos.

“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Historia del joven celoso[Minicuento. Texto completo]
Henri Pierre Cami


Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.

Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más tranquilo”.

Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.

Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.

FIN

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El dedo [Minicuento. Texto completo]

El dedo
[Minicuento. Texto completo]
Feng Meng-lung


Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.

-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.

-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

FIN


http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/mini/dedo.htm

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (HORACIO QUIROGA)


Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

ACTIVIDADES:

Después de haber leído el cuento, observa el video que se basa en la misma historia y escribe cinco puntos o aspectos que no se tocan o se perciben en el video.
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miércoles, 19 de agosto de 2009

LA LECTURA NOS PERMITE ENCONTRARNOS CON MUCHOS AMIGOS



Es muy común que la lectura esté asociada con tareas y obligaciones, y que también se le asocie con el aula o la sala de estudios, sin embargo, tenemos que cambiar este mito. Leamos por placer, para pasarla bien, para conocer un poco más. Leamos en todas partes: en un parque, en la playa, en el campo, con los amigos, con los padres...

"Leer es estar un paso adelante, no te quedes..."

Manuel

LA GALLINA DEGOLLADA (HORACIO QUIROGA)


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.

—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir...

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?...

—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

FIN

Actividades: De las ocho preguntas, escoge solo cuatro y contéstalas en tu cuaderno de Comprensión Lectora.
1. ¿Qué hacían la mayor parte del día los cuatro hermanos?

2. ¿Cuál era el momento del día que tanto les gustaba a estos chicos?

3. ¿Crees que ellos sentían el desafecto de sus padres?, ¿Por qué?

4. ¿Estás de acuerdo con que los padres hayan tenido una quinta hija? Explícalo brevemente.

5. Desde tu punto de vista, ¿por qué crees que los chicos mataron a su hermanita?

6. ¿Crees que esta historia podría ser real? Escribe tus razones, brevemente.

7. ¿Cuál fue la parte de este cuento que más te impresionó?

8. ¿Te gustó el cuento de Horacio Quiroga? ¿Por qué?


Horacio Silvestre Quiroga Corteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo-argentino. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/gallinad.htm