miércoles, 30 de septiembre de 2009
Vimos la película "El Cuarto de Lectura"... ¡Impresionante!
El día de hoy miércoles 30 de septiembre vimos una película que está muy vinculada al curso de comprensión. Esta se titula "El Cuarto de Lectura" y he sido testigo de cómo el tema de esta película nos ha servido como refuerzo para conceptualizar que la lectura nos da la oportunidad de encontrar nuevas puertas para dar solución a muchos problemas que se pueden presentar. Es una película en donde no se escuchan balas, ni explosiones, ni autos que se estrellan o héroes que sobrevivien en todas las situaciones inimaginables, es un drama social que no es ajeno a nuestros alumnos, y el común denominador es que todos se oponen a la existencia de un ambiente muy nutrido de libros (El Cuarto de Lectura) que sirva para que algunos lo vean como una alternativa que los lleve a tener mejores aspiraciones y ser felices. Es una excelente película que llega en el momento en que nuestros alumnos han dejado de ser "no lectores" para convetirse en "lectores con mucho futuro". He podido ver en sus rostros que la lectura ya no es una "tarea difícil", sino una oportunidad para pasarla bien y aprender. Finalmente, nada de esto sería posible si la institución Inca Garcilaso de la Vega no estuviese convencida del gran valor que tiene desarrollar la competencia lectora de sus alumnos. Sin convicción no hubieramaos logrado nada. Desde aquí un gran saludo a todos los direcctivos de este buen colegio.
viernes, 25 de septiembre de 2009
domingo, 20 de septiembre de 2009
El "punto" en la lectura oral. Video sobre el tema
El profesor Manuel Urbina habla sobre el uso del punto en la lectura oral.
martes, 15 de septiembre de 2009
RESULTADOS DE LA ÚLTIMA ENCUESTA SOBRE LA LECTURA
Hicimos una encuesta de una sola pregunta y dos posibles respuestas:
¿Leer es aburrido?
a) sí
b) no
Los resultados fueron:
Sí es aburrido: 20%
No es aburrido: 80%
Si bien fueron pocos los participantes, esta encuesta nos da una idea de lo que piensan nuestros alumnos sobre la lectura. Buenos resultados y esperemos que para la próxima aumenten nuestros votantes.
Manuel
lunes, 14 de septiembre de 2009
Nosotros escuchábamos las famosas "radionovelas" que para la época era lo mejor
Antiguamente, en aquella época en que los televisores blanco y negro eran patrimonio de muy pocas personas y más aún, si alguien tenía uno debía contentarse con ver los dos únicos canales que transmitían sus programas en vivo. En aquella época leer cuentos, novelas, revistas, comics, se constituía en una de las mejores opciones para pasar momentos de solaz. En ese entonces la radio se encontraba en su edad de oro y casi todas las actividades comerciales anunciaban en estos medios y de allí su enorme repercusión social. Recuerdo que existía Radio La Crónica, en donde se transmitían radionovelas y que no se piense que estamos hablando únicamente de las "novelas rosas" que eran las que más se transmitían, sino de aquellas basadas en obras clásicas como El Hombre de la máscara de hierro, El Conde de Montecristo, El fantasma de la ópera, etc. Escuchábamos atentamente cada una de las palabras al mismo tiempo que íbamos construyendo mentalmente cada parte de la narración y de una manera mágica viajábamos a un mundo maravilloso que nos atrapaba y nos dejaba con la angustia de seguir escuchándo las historias. Esas formas de divertirse casi han desaparecido, digo casi porque actualmente hay un programa semanal llamado MI NOVELA FAVORITA transmitido por RPP en donde se teatralizan una serie de obras clásicas que bien valen la pena adquirirlas y escucharlas.
Manuel Urbina
¿Deseas escuchar una radionovela?
Manuel Urbina
¿Deseas escuchar una radionovela?
Haz click aquí.
domingo, 13 de septiembre de 2009
¿Por qué debemos usar técnicas de LECTURA VELOZ?
La velocidad lectora es fundamental para acceder a la construcción de significados (la comprensión).Los que no hayan logrado alcanzar una fluidez lectora adecuada (la automaticidad para el reconocimiento de las palabras) nos estarán diciendo que aún no han logrado dominar las reglas de conversión grafema-fonema (RCGF) y, por lo tanto, no pueden realizar las funciones superiores que implican los procesos cognitivos de la comprensión. Leer con fluidez, además, ayuda a mantener una mejor atención y concentración durante la lectura. Si bien es cierto que la velocidad lectora es fundamental, tampoco es la piedra filosofal, pues hay otros aspectos que debemos enseñar y poner en práctica como son las estrategias metacognitivas (antes, durante y después de la lectura) , los conocimientos previos, la motivación, etc., para que la comprensión sea eficaz.
Manuel
LEER ES DIVERTIDO
En este video se puede apreciar la importancia de escoger el libro adecuado, es decir, un texto que responda a los intereses y gustos del lector potencial. Con esto no solo estamos creando un cambio de "actitud" por el mismo acto de leer, sino que se están creando las condiciones para formar lectores que exploren los distintos tipos de textos: narrativos, informativos, argumentativos...
Por otro lado, también se observa que nuestros alumnos están logrando mejorar su fluidez y velocidad lectora con lo cual pueden leer más rápido sin perder para nada el aspecto comprensivo tal como se puede demostrar en la evaluación cualitativa que le hacemos al alumno sin que se dé cuenta porque él lo toma como una conversación sobre el tema. De allí que en el curso de Comprensión Lectora no se dejen "trabajos" post lectura que impliquen hacer resumenes, argumentos, personajes, preguntas y una serie de cosas "vacías" que convierten la lectura en una "pesada tarea" cuando lo que se busca son dos cosas: que comprendan y que se diviertan, lo demás que caiga por su propio peso.
Manuel Urbina
viernes, 11 de septiembre de 2009
¡Este cuento es lo máximoooooooooooooo!
EL SUIZA
Roland Topor (1938-1997)
SINOPIS: Tres alpinistas se encuentran perdidos en una montaña, las provisones se han terminado y no tienen qué comer. Uno de ellos se rompe la pierna y debido a las bajas temperaturas su pierna se le congela. El hambre los acorrala y... (lee este cuento que está superbueno)
—¡Mi pierna! ¡No me la noto!
Phil se ensañaba con su pierna. Cogía la carne a puñados a través del pantalón y la trituraba
salvajemente.
Se pellizcaba con furor de arriba abajo y terminaba dándose fuertes puñetazos a la rodilla.
Sus compañeros intentaron tranquilizarle:
—¿Y qué? Es normal que no te la notes con este frío —dijo Georges—. Nos pasa a todos lo mismo.
Ahora verás...
Para ser verdaderamente convincente, Georges dio una tremenda patada a la tibia de Henri. Este no pudo
evitar un alarido de dolor, que arrancó lágrimas de desesperación a Phil.
—¿Lo veis? ¡Lo habéis dicho para que me calle!
Henri simuló una sonrisa:
—He sentido un dolor en el estómago en el mismo momento. La patada ni la he notado. Vas a ver.
Georges, ahora te toca a tí. Georges gimió, pero consiguió ahogar su grito apretando los dientes.
Phil recobró el ánimo:
—¿Es verdad? ¿De verdad que no has sentido nada, Georges? ¡Dale otra patada, Henri!
Georges se negó:
—¡Ah, no! ¡Ya basta! Más vale decirle la verdad de una vez. De todas formas... Phil, ten valor. No
queríamos decírtelo, pero ya que insistes, peor para tí. Sí, se te ha helado la pierna. Es una desgracia, ya
lo sé, pero no debes preocuparte, no hay indicios de gangrena. No te pasará nada, te salvaremos. Si esa
maldita cuerda...
Pero Phil ya no escuchaba. Lloraba dulcemente mientras se sobaba la pierna. Henri, mareado, desvió la
mirada.
El día siguiente la pierna de Phil estaba azul. Sacrificaron una manta para envolverla.
—Si pudiéramos alcanzar la cornisa que se ve allí abajo, podríamos encender fuego —dijo George—.
Mirad, hay algunos árboles con ramas bajas. Yo todavía tengo mi caja de cerillas.
—¡Fuego! —gimió Phil—. ¡Fuego, por piedad!
—Dentro de poco haremos fuego. Un buen fuego bien caliente y tú... ¡Cuidado! ¡ Georges!
Demasiado tarde. Phil le había arrebatado la caja de cerillas, cuando Georges la mostraba confiadamente.
Antes de que los otros dos hubieran podido iniciar el menor gesto, encendió una cerilla y la acercó a su
cara con una repugnante expresión de placer animal.
—¡Caliente... bien caliente... bien, bien caliente! —balbuceaba, babeando.
Se disponía a encender otra con dedos temblorosos, cuando un puntapié de Henri lo dejó tieso. Este
recogió la preciosa cajita mientras observaba la impronta de la suela claveteada marcada en rojo sobre el
rostro de Phil.
—¡En marcha!
Levantaron al herido y se encaminaron hacia la cornisa. A cada paso, resbalaban sobre la nieve helada y
caían pesadamente. Phil se les escurría como un fardo y tenían que sujetarlo paso a paso, para evitar que
rodara cuesta abajo toda la pendiente, procurando al mismo tiempo no dejarse arrastrar. Por fin
alcanzaron la cornisa. Estaban tan agotados, que no podían articular palabra. Se abandonaron sobre el
suelo helado y quedaron inmóviles.
Una picazón alarmante en los miembros inferiores les dio el valor necesario para levantarse. A Henri y a
Georges, por lo menos.
Partieron con dificultad algunas ramas bajas y pronto tuvieron con qué encender una pequeña hoguera.
Encenderla les resultó difícil, pero lo consiguieron. Poco después, el áspero humo de la madera mojada
les hacía toser. Resultaba muy agradable, de todas formas.
—Ahora hay que cuidarla para que no se apague.
Phil quedó encargado de vigilar el fuego mientras los otros iban a recoger más leña.
La esperanza volvía. Pensaban que lo importante era resistir, ya que los auxilios no tardarían en llegar.
Dos días más tarde, divisaron un helicóptero que giraba muy alto en el cielo, hacia el Norte. Agitaron los
brazos, gritaron, corrieron... No sirvió de nada. El helicóptero dio vueltas toda la mañana sin verlos.
Vinieron otros helicópteros. Incluso, muy lejos hacia el Este, distinguieron una columna de socorro. El
viento soplaba hacia el Oeste y los gritos de los tres hombres no fueron oídos.
El problema principal era el hambre. Habían hecho durar todo lo posible las rebanadas de pan con
mantequilla que les habían dado en el refugio. Ahora pertenecían al pasado. Había que buscar otra cosa.
—Vamos a morir de hambre —se lamentaba Henri—.
Como perros, sin ni siquiera un maldito hueso que llevarnos a la boca.
Phil se encontraba un poco mejor. Seguía sin sentir la pierna, pero por lo menos se comportaba
decentemente.
—¿Por qué no intentamos encontrar bayas? —propuso muy serio.
Los otros ni le respondieron. Desde hacía dos días, estaban tan débiles que ni siquiera podían arrastrarse
hasta los árboles para rehacer su provisión de combustible.
Fue Henri quien tuvo la idea. Una noche, despertó a Georges y le habló largamente al oído. Georges se
sobresaltó.
—¡Oh, no! ¡Ni lo pienses!...
Henri se irritó.
—¿Y por qué no? ¿Por qué no lo he de pensar? ¿Son tus principios morales los que te lo prohíben?
¿Prefieres quizá morir sin luchar? ¿Qué hay de malo en ello? De todas formas está perdida, tú lo sabes
tan bien como yo.
Podríamos echarlo a suertes, pero ya que él no la siente, mejor coger la suya.
—¿Y si notara algo?
—No te preocupes. Déjame hacer a mí.
Henri se acercó arrastrándose hasta Phil, que dormía. Con mucho cuidado, deslió la manta, levantó el
pantalón y pellizcó la pantorrilla helada. Phil no se movió. Henri abrió su navaja de explorador de seis
hojas. Georges cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Henri sostenía una gruesa loncha de pantorrilla
en su mano izquierda. Con la derecha, limpiaba la navaja, la cerraba y la devolvía a su bolsillo. Una vez
el pantalón y la manta en su sitio, Henri volvió junto a Georges sopesando el trozo de carne.
—Vamos a asarla y ya verás como resulta muy comestible. No ha sufrido.
El buen olor del asado despertó a Phil.
—¿Eh, muchachos, estoy soñando? ¿Qué habéis hecho para encontrar carne?
—Pasaba un animal muy raro por ahí y Henri lo ha matado lanzándole su cuchillo. Fíjate qué suerte, la
hoja se le ha clavado. A lo mejor tiene un gusto raro, pero me parece que no es el momento de ser
exigentes, ¿no te parece?
Phil estaba totalmente de acuerdo.
Cuando la carne estuvo cocida, hicieron tres partes iguales. A Henri y a Georges el asado les pareció
suculento. Para Phil la cosa fue muy distinta. Al primer bocado se reconoció.
—¡Ladrones! ¡Más que ladrones!
Con su pantalón enrollaba febrilmente la pierna.
—¡Cochinos ladrones!
Quiso pegarles, pero estaba demasiado débil. Cayó lamentablemente boca abajo sobre la nieve, y así se
quedó, lloriqueando. Georges y Henri se sentían terriblemente incómodos. Trataron de hacerle entrar en
razón.
—De acuerdo, quizás hubiera sido mejor advertirte, pero no vale la pena hacer un drama.
—¡Claro, para vosotros no es un drama! ¡A vosotros os da igual! ¡Ladrones!
—En primer lugar, nosotros no somos ladrones. Hemos hecho tres partes exactamente iguales. A ti te ha
tocado lo mismo que a nosotros.
—¡Sí, pero para mí no es igual! ¡Alimentarme con mi propia pierna! Además me sería imposible
comerla, es inhumano.
—¡Inhumano, inhumano, se dice pronto! ¡Tú bien que te comes las uñas!
Phil estuvo enfurruñado todo el día, con su pedazo de carne fría delante de él, como un niño testarudo
que no quiere comer su sopa. Henri le propuso que cediera su parte, ya que no iba a comérsela. Pero Phil
se negó indignado. Por la noche, no pudo resistir más. Creyendo que los otros no lo miraban, se precipitó
sobre su loncha de carne y la devoró. Después se durmió, ahíto y refunfuñando.
Al día siguiente hubo carne para la comida, al otro, también. De nuevo la hoguera chisporroteaba
alegremente. Los tres hombres pasaban el tiempo oteando el horizonte, con la esperanza de descubrir a
los helicópteros salvadores. Efectivamente, descubrieron dos o tres, muy lejos, hacia el Sur, pero no
lograron llamar su atención.
La pierna comenzaba a agotarse. Hubo que racionarla.
Con un lápiz hicieron marcas sobre la piel. La porción de cada día fue delimitada con una línea de
puntos. Estas precauciones no sirvieron más que para retrasar el final.
Una noche —la operación se realizaba siempre durante el sueño de Phil, con el fin de no herir su
sensibilidad—, una noche, pues, el dolor despertó a Phil. La región helada se había consumido.
El ayuno sucedió a la abundancia efímera, haciéndose más cruel aún y más insoportable por la
proximidad del alimento. Henri, el más tragón, lloraba de sufrimiento.
Pero no fue él, sino Georges, quien preguntó inocentemente un día:
—¿Cómo va tu otra pierna, compañero?
Phil golpeó afectuosamente el miembro en cuestión.
—¡Estupendamente! No te preocupes, la fricciono día y noche. Me quedará ésta por lo menos.
La noche siguiente, Henri sorprendió a Georges retirando la manta que protegía el único miembro
inferior de Phil. A su pesar, no pudo evitar el deseo de que tuviera éxito en la maniobra. Por la mañana,
se las arregló para tropezar con la pierna al pasar.
—¡Oh, perdón! ¿Te he hecho daño?
—No, no es nada.
A partir de entonces Georges, durante la noche, levantaba
la manta que cubría la pierna de Phil, y por las mañanas
Henri se encargaba de comprobar el grado de sensibilidad
de la misma. En ocasiones, Phil daba un pequeño
grito de dolor, y otras veces no parecía darse cuenta
de nada. Esta conducta extraña terminó por escamarles.
Aquella noche decidieron salir de dudas. Levantaron
la manta y luego la pernera del pantalón. Dos exclamaciones
de despecho escaparon de sus labios.
La segunda pierna estaba casi enteramente terminada.
¡El sinvergüenza de Phil se la había comido él sólito!
(Roland Topor)
http://www.iesincagarcilaso.com/dialibro/relatosdialibrobach.pdf
Roland Topor ( 7 de enero de 1938 en París-16 de abril de 1997) Fue un ilustrador, dibujante, pintor, escritor y cineasta francés conocido por el carácter surrealista y voluntario de sus obras. Perteneció al Grupo Pánico, junto a Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal. Sus obras se caracterizan por un marcado humor negro y una idiosincrasia surrealista. Su novela El quimérico inquilino fue llevada al cine por Roman Polanski.
Roland Topor (1938-1997)
SINOPIS: Tres alpinistas se encuentran perdidos en una montaña, las provisones se han terminado y no tienen qué comer. Uno de ellos se rompe la pierna y debido a las bajas temperaturas su pierna se le congela. El hambre los acorrala y... (lee este cuento que está superbueno)
—¡Mi pierna! ¡No me la noto!
Phil se ensañaba con su pierna. Cogía la carne a puñados a través del pantalón y la trituraba
salvajemente.
Se pellizcaba con furor de arriba abajo y terminaba dándose fuertes puñetazos a la rodilla.
Sus compañeros intentaron tranquilizarle:
—¿Y qué? Es normal que no te la notes con este frío —dijo Georges—. Nos pasa a todos lo mismo.
Ahora verás...
Para ser verdaderamente convincente, Georges dio una tremenda patada a la tibia de Henri. Este no pudo
evitar un alarido de dolor, que arrancó lágrimas de desesperación a Phil.
—¿Lo veis? ¡Lo habéis dicho para que me calle!
Henri simuló una sonrisa:
—He sentido un dolor en el estómago en el mismo momento. La patada ni la he notado. Vas a ver.
Georges, ahora te toca a tí. Georges gimió, pero consiguió ahogar su grito apretando los dientes.
Phil recobró el ánimo:
—¿Es verdad? ¿De verdad que no has sentido nada, Georges? ¡Dale otra patada, Henri!
Georges se negó:
—¡Ah, no! ¡Ya basta! Más vale decirle la verdad de una vez. De todas formas... Phil, ten valor. No
queríamos decírtelo, pero ya que insistes, peor para tí. Sí, se te ha helado la pierna. Es una desgracia, ya
lo sé, pero no debes preocuparte, no hay indicios de gangrena. No te pasará nada, te salvaremos. Si esa
maldita cuerda...
Pero Phil ya no escuchaba. Lloraba dulcemente mientras se sobaba la pierna. Henri, mareado, desvió la
mirada.
El día siguiente la pierna de Phil estaba azul. Sacrificaron una manta para envolverla.
—Si pudiéramos alcanzar la cornisa que se ve allí abajo, podríamos encender fuego —dijo George—.
Mirad, hay algunos árboles con ramas bajas. Yo todavía tengo mi caja de cerillas.
—¡Fuego! —gimió Phil—. ¡Fuego, por piedad!
—Dentro de poco haremos fuego. Un buen fuego bien caliente y tú... ¡Cuidado! ¡ Georges!
Demasiado tarde. Phil le había arrebatado la caja de cerillas, cuando Georges la mostraba confiadamente.
Antes de que los otros dos hubieran podido iniciar el menor gesto, encendió una cerilla y la acercó a su
cara con una repugnante expresión de placer animal.
—¡Caliente... bien caliente... bien, bien caliente! —balbuceaba, babeando.
Se disponía a encender otra con dedos temblorosos, cuando un puntapié de Henri lo dejó tieso. Este
recogió la preciosa cajita mientras observaba la impronta de la suela claveteada marcada en rojo sobre el
rostro de Phil.
—¡En marcha!
Levantaron al herido y se encaminaron hacia la cornisa. A cada paso, resbalaban sobre la nieve helada y
caían pesadamente. Phil se les escurría como un fardo y tenían que sujetarlo paso a paso, para evitar que
rodara cuesta abajo toda la pendiente, procurando al mismo tiempo no dejarse arrastrar. Por fin
alcanzaron la cornisa. Estaban tan agotados, que no podían articular palabra. Se abandonaron sobre el
suelo helado y quedaron inmóviles.
Una picazón alarmante en los miembros inferiores les dio el valor necesario para levantarse. A Henri y a
Georges, por lo menos.
Partieron con dificultad algunas ramas bajas y pronto tuvieron con qué encender una pequeña hoguera.
Encenderla les resultó difícil, pero lo consiguieron. Poco después, el áspero humo de la madera mojada
les hacía toser. Resultaba muy agradable, de todas formas.
—Ahora hay que cuidarla para que no se apague.
Phil quedó encargado de vigilar el fuego mientras los otros iban a recoger más leña.
La esperanza volvía. Pensaban que lo importante era resistir, ya que los auxilios no tardarían en llegar.
Dos días más tarde, divisaron un helicóptero que giraba muy alto en el cielo, hacia el Norte. Agitaron los
brazos, gritaron, corrieron... No sirvió de nada. El helicóptero dio vueltas toda la mañana sin verlos.
Vinieron otros helicópteros. Incluso, muy lejos hacia el Este, distinguieron una columna de socorro. El
viento soplaba hacia el Oeste y los gritos de los tres hombres no fueron oídos.
El problema principal era el hambre. Habían hecho durar todo lo posible las rebanadas de pan con
mantequilla que les habían dado en el refugio. Ahora pertenecían al pasado. Había que buscar otra cosa.
—Vamos a morir de hambre —se lamentaba Henri—.
Como perros, sin ni siquiera un maldito hueso que llevarnos a la boca.
Phil se encontraba un poco mejor. Seguía sin sentir la pierna, pero por lo menos se comportaba
decentemente.
—¿Por qué no intentamos encontrar bayas? —propuso muy serio.
Los otros ni le respondieron. Desde hacía dos días, estaban tan débiles que ni siquiera podían arrastrarse
hasta los árboles para rehacer su provisión de combustible.
Fue Henri quien tuvo la idea. Una noche, despertó a Georges y le habló largamente al oído. Georges se
sobresaltó.
—¡Oh, no! ¡Ni lo pienses!...
Henri se irritó.
—¿Y por qué no? ¿Por qué no lo he de pensar? ¿Son tus principios morales los que te lo prohíben?
¿Prefieres quizá morir sin luchar? ¿Qué hay de malo en ello? De todas formas está perdida, tú lo sabes
tan bien como yo.
Podríamos echarlo a suertes, pero ya que él no la siente, mejor coger la suya.
—¿Y si notara algo?
—No te preocupes. Déjame hacer a mí.
Henri se acercó arrastrándose hasta Phil, que dormía. Con mucho cuidado, deslió la manta, levantó el
pantalón y pellizcó la pantorrilla helada. Phil no se movió. Henri abrió su navaja de explorador de seis
hojas. Georges cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, Henri sostenía una gruesa loncha de pantorrilla
en su mano izquierda. Con la derecha, limpiaba la navaja, la cerraba y la devolvía a su bolsillo. Una vez
el pantalón y la manta en su sitio, Henri volvió junto a Georges sopesando el trozo de carne.
—Vamos a asarla y ya verás como resulta muy comestible. No ha sufrido.
El buen olor del asado despertó a Phil.
—¿Eh, muchachos, estoy soñando? ¿Qué habéis hecho para encontrar carne?
—Pasaba un animal muy raro por ahí y Henri lo ha matado lanzándole su cuchillo. Fíjate qué suerte, la
hoja se le ha clavado. A lo mejor tiene un gusto raro, pero me parece que no es el momento de ser
exigentes, ¿no te parece?
Phil estaba totalmente de acuerdo.
Cuando la carne estuvo cocida, hicieron tres partes iguales. A Henri y a Georges el asado les pareció
suculento. Para Phil la cosa fue muy distinta. Al primer bocado se reconoció.
—¡Ladrones! ¡Más que ladrones!
Con su pantalón enrollaba febrilmente la pierna.
—¡Cochinos ladrones!
Quiso pegarles, pero estaba demasiado débil. Cayó lamentablemente boca abajo sobre la nieve, y así se
quedó, lloriqueando. Georges y Henri se sentían terriblemente incómodos. Trataron de hacerle entrar en
razón.
—De acuerdo, quizás hubiera sido mejor advertirte, pero no vale la pena hacer un drama.
—¡Claro, para vosotros no es un drama! ¡A vosotros os da igual! ¡Ladrones!
—En primer lugar, nosotros no somos ladrones. Hemos hecho tres partes exactamente iguales. A ti te ha
tocado lo mismo que a nosotros.
—¡Sí, pero para mí no es igual! ¡Alimentarme con mi propia pierna! Además me sería imposible
comerla, es inhumano.
—¡Inhumano, inhumano, se dice pronto! ¡Tú bien que te comes las uñas!
Phil estuvo enfurruñado todo el día, con su pedazo de carne fría delante de él, como un niño testarudo
que no quiere comer su sopa. Henri le propuso que cediera su parte, ya que no iba a comérsela. Pero Phil
se negó indignado. Por la noche, no pudo resistir más. Creyendo que los otros no lo miraban, se precipitó
sobre su loncha de carne y la devoró. Después se durmió, ahíto y refunfuñando.
Al día siguiente hubo carne para la comida, al otro, también. De nuevo la hoguera chisporroteaba
alegremente. Los tres hombres pasaban el tiempo oteando el horizonte, con la esperanza de descubrir a
los helicópteros salvadores. Efectivamente, descubrieron dos o tres, muy lejos, hacia el Sur, pero no
lograron llamar su atención.
La pierna comenzaba a agotarse. Hubo que racionarla.
Con un lápiz hicieron marcas sobre la piel. La porción de cada día fue delimitada con una línea de
puntos. Estas precauciones no sirvieron más que para retrasar el final.
Una noche —la operación se realizaba siempre durante el sueño de Phil, con el fin de no herir su
sensibilidad—, una noche, pues, el dolor despertó a Phil. La región helada se había consumido.
El ayuno sucedió a la abundancia efímera, haciéndose más cruel aún y más insoportable por la
proximidad del alimento. Henri, el más tragón, lloraba de sufrimiento.
Pero no fue él, sino Georges, quien preguntó inocentemente un día:
—¿Cómo va tu otra pierna, compañero?
Phil golpeó afectuosamente el miembro en cuestión.
—¡Estupendamente! No te preocupes, la fricciono día y noche. Me quedará ésta por lo menos.
La noche siguiente, Henri sorprendió a Georges retirando la manta que protegía el único miembro
inferior de Phil. A su pesar, no pudo evitar el deseo de que tuviera éxito en la maniobra. Por la mañana,
se las arregló para tropezar con la pierna al pasar.
—¡Oh, perdón! ¿Te he hecho daño?
—No, no es nada.
A partir de entonces Georges, durante la noche, levantaba
la manta que cubría la pierna de Phil, y por las mañanas
Henri se encargaba de comprobar el grado de sensibilidad
de la misma. En ocasiones, Phil daba un pequeño
grito de dolor, y otras veces no parecía darse cuenta
de nada. Esta conducta extraña terminó por escamarles.
Aquella noche decidieron salir de dudas. Levantaron
la manta y luego la pernera del pantalón. Dos exclamaciones
de despecho escaparon de sus labios.
La segunda pierna estaba casi enteramente terminada.
¡El sinvergüenza de Phil se la había comido él sólito!
(Roland Topor)
http://www.iesincagarcilaso.com/dialibro/relatosdialibrobach.pdf
Roland Topor ( 7 de enero de 1938 en París-16 de abril de 1997) Fue un ilustrador, dibujante, pintor, escritor y cineasta francés conocido por el carácter surrealista y voluntario de sus obras. Perteneció al Grupo Pánico, junto a Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal. Sus obras se caracterizan por un marcado humor negro y una idiosincrasia surrealista. Su novela El quimérico inquilino fue llevada al cine por Roman Polanski.
jueves, 3 de septiembre de 2009
¡¡¡LEER ESTE CUENTO ES UN DESAFÍO!!!
Hoy he colocado este hermoso cuento de Borges, pero para entenderlo vas a tener que hacer un esfuerzo mediano: concentración, paciencia, un diccionario y, muchas ganas de querer saber el desenlace. ¿Te ateverás?, (yo creo que tú puedes hacerlo)
Las ruinas circulares
Autor: Jorge Luis Borges
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
FIN
Haz click aquí y observa el video que recrea la historia.
martes, 1 de septiembre de 2009
Lee y ve "La media de los flamencos", un hermoso cuento de Horacio Quiroga.
Tú ya conoces a Horacio Quiroga, acuérdate de "La gallina degollada", ahora vas a tener la oportunidad de leer y ver "La media de los flamencos".
Haz click aquí y a disfrutar.
EL GIGANTE EGOÍSTA (Oscar Wilde)
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.
-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.
Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.
-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.
Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.
Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.
Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.
Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.
Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.
Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.
-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año
La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.
Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.
-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!
Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta- se dijo.
Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.
Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.
-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.
Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.
Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.
Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.
Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.
El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.
-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
FIN
¿Te gustó el cuento?Ahora si deseas vuelve a leerlo y disfruta las imágenes que encontrarás en el video que encontrarás aquí. Disfrútalo y sigue divirtiéndote.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.
-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.
Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.
-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.
Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.
Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.
Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.
Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.
Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.
Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.
-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año
La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.
Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.
-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!
Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta- se dijo.
Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.
Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.
-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.
Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.
Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.
Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.
Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.
El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.
-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
FIN
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